Por Juan Avilés Medina- Recuerdo que para la temprana época de principios de la segunda década del siglo los campesinos de esos tiempos hablaban con contagioso entusiasmo de la última fiesta patronal a la cual habían asistido. Yo los escuchaba embebido, quizás fascinado. Pensando con optimismo en que tal vez algún día yo también disfrutaría de ese renombrado espectáculo religioso, social, cultural o folklórico que se llamaba fiesta patronal.
Es indispensable el que la celebración de las fiestas patronales era el mayor acontecimiento del año para el campesino. Pasaba la mitad del año hablando de cuánto se había divertido en la última fiesta patronal y la otra mitad anticipando y preparándose para asistir a la próxima, Recuerdo que hablaban de un artefacto que había visto y montado en las fiestas que se llamaba “La ola” el cual yo nunca vi. Decían que este aparato giraba vertiginosamente y daba tantas vueltas que hasta se mareaban los que montaban en él.
Cuando se aproximaba la fecha de celebración de la fiesta ya tenían lista la camisa y el pantalón bien planchados, y algún dinero para gastar en la celebración. Viajaban en grupos y salían de su barrio en las tempranas horas de la mañana. Dónde comer, o qué comer en el pueblo no les preocupaba. En fondas improvisadas, que se llamaban ranchones, donde servían a precios módicos morcillas, longanizas, viandas, chicharrones, arroz con gandules, bacalaítos y otras golosinas.
Pero más que nada, a los campesinos les interesaba ver los fuegos artificiales, siempre preparados por nuestro famoso pirotécnico Don Fermín Alberti. Estos se quemaban (así se decía) en la Plaza de Recreo. Y generalmente, ante la excelencia de este magno espectáculo, quedaban todos boquiabiertos, tanto los que acudían de las zonas urbanas como los que venían de áreas rurales. Las fiestas de aquellos tiempos eran una pausa obligada en las faenas diarias, y esperada con ansiedad en la vida rutinaria del pueblo. Seguramente merecen un lugar de preferencia en nuestra historia religiosa, cívica y cultural.
Si para principios de siglo las fiestas patronales eran una cosa ya tradicionàl y relativamente vieja, o casi de costumbre en la población, podemos conjeturar que estas fiestas llevan ya algo más de un siglo de celebración, siempre bajo la advocación de nuestro Santo Patrón, con la valiosa cooperación de sociedades cívicas y nuestro gobierno municipal.
El día diez de enero de cada año se disparaba un cohete al mediodía en señal de comienzo de las fiestas, que se extendían al día veinte del mes. Entonces salía a recorrer las calles del pueblo lo que se llamaba entonces la Comisión de Festejos. (Para esa época el pueblo era mucho más pequeño que ahora, y se recorría en poco tiempo y sin mayor cansancio). La Comisión estaba compuesta por personas prominentes de la ciudad. Casi invariablemente en la comisión iban el alcalde, el cura, uno o dos maestros de escuela y líderes cívicos, de los cuales siempre ha habido muchos.
Esta Comisión solicitaba contribuciones voluntarias de la ciudadanía para costear gastos de preparación de la fiesta. Algunos jefes de familia se escondían al saber que la Comisión se acercaba. La criada recibía a la comisión, con la frasecita de “El señor no está. Vuelvan otro día”. Esa era la misma frase con que ella despedía a los cobradores. Pero la mayor parte de la ciudadanía recibía a la Comisión con gran civismo y contribuía generosamente para tan importante acontecimiento.
Las fiestas patronales de sesenta o setenta años atrás tenían atractivos que no tienen las de hoy. Uno de ellos era el lanzamiento de un globo al espacio. El éxito o fracaso del lanzamiento pronosticaba un año de bienestar o de catástrofes para el pueblo. Cuando el globo, ascendía sin dificultad el pueblo lo aclamnba y aplaudía, pues ello era símbolo de progreso. Si se quemaba antes o durante el ascenso se creía que ese año el pueblo sufriría calamidades.
Probablemente la diferencia entre las fiestas de antaño y las del presente se debe a la inevitable evolución social que nos ha impuesto un alto grado de modernización. 0 quién sabe si se debe también en parte a que nuestros actos religiosos, culturales y hasta folklóricos han sido comercializados.
Entre los atractivos de fiestas de cincuenta o sesenta años atrás recuerdo a un hombre joven atlético que llegó al pueblo. Se anunciaba como “El hombre relámpago”. Tenía en proyecto montar un espectáculo público que consistía en deslizarse sobre una cuerda desde una de las torres de la Iglesia Católica a uno de varios céspedes que tenía nuestra plaza de recreo de entonces en su centro y en sus alrededores. El espectáculo de este acróbata era admirable y genuino. El deslizamiento duraba sólo unos segundos, pero éstos eran de verdadera ansiedad para los espectadores. El hombre se deslizaba horizontalmente, cara al público, sobre la cuerda. No haber podido mantener el más perfecto equilibrio habría significado la muerte segura para el acróbata al caer sobre el compacto pavimento. Su actuación era siempre recibida con aplausos del público, que también hacía contribuciones monetarias. En una ocasión que estuve cerca de él observé que usaba una pechera de cuero, probablemente reforzada con metal, para contrarrestar en parte la fricción de la cuerda durante el rápido descenso.
Tal como ahora, para entonces embaucadores, pícaros, timadores y buscones de todo tipo y calaña acudían a nuestro pueblo en las fechas de fiesta a hacernos víctimas de sus fechorías. Los había que montaban juegos ilícitos, donde el apostador nunca tenía probabilidad de ganar, los había que nos sacaban el dinero del bolsillo como por magia y desaparecían en un santiamén, etc. Pero creo que el más hábil de todos fue un personaje bien vestido que llegó al pueblo en cierta ocasión. Era prudente, comedido y hablaba con algún refinamiento, y tenía en su vocabulario palabras como astronaútica, estratosfera y otros vocablos científicos que no eran comunes en nuestra habla coloquial. Decía que tenía el proyecto de remontarse en un globo hasta la luna. Esto era algo nuevo entre los embaucadores que habíamos tenido, y cuando él exponía sus planes todos los escuchábamos con máximo interés. Pero a renglón seguido añadía que para realizar tan novel propósito era indispensable que tuviera la ayuda de la ciudadanía en términos monetarios, para comprar el globo, comprar alimentos para el viale, etc. Nunca nos dijo, ni le preguntamos, cómo pensaba hacer el regreso de la luna a la tierra.
Para hacer más atractivo el timo, dijo que probablemente emprendería el viaje a la luna desde San Sebastián, lo que daría gran prestigio a la población. Entre los viejos de aquella época que viven aún hay algunos que contribuyeron a la empresa y todavía están esperando por el globo y por el astronauta.
La máquina de caballitos (tiovivo) de entonces tenía gran atractivo para chicos y mayores. Esta funcionaba “a mano”, pues la electricidad no había llegado al Pepino todavía. Un hombre daba vueltas a una manigueta en el centro de la caseta donde estaba instalada la máquina, casi invariablamente en el atrio de la Iglesia. Las picas eran de rigor en las fiestas. Estas consistían de una ruleta y una mesa cubierta con un paño con treinta y un números pintados en él, a imitación de una hoja de calendario. Se apostaba con fichas de cinco, diez y veinticinro centavos. Se podía apostar a la cuarta, que pagaban siete por uno al ganador. El juego por dinero estaba prohibido por ley. A los ganadores en las picas se les pagaba con latas de sardina, latas de pera, cajas de galletitas de dulces, etc., según la cantidad de la apuesta. Había picas donde uno podía ganar muñecas, enseres caseros y otros artículos. Recuerdo que un año instalaron un lugar para tiro al blanco, con un rifle que disparaba un dardo, llamado entonces rifle de motilla. Había premios para los que daban en el blanco, o a veces dinero, si el policía no andaba cerca.
Como por aquellos tiempos ni los automóviles ni las carreteras eran tan comunes como ahora, los campesinos pudientes que venían a las fiestas lo hacían a caballo. —Un caballo de silla realzaba el “status social del dueño”—. Muchos muchachos se dedicaban a cuidar de los caballos hasta que el campesino estuviese listo para volver a su casa, por lo cual los muchachos cobraban diez centavos. Y para los limpiabotas las fiestas eran poco menos que una mina de oro, pues todos los que venían del campo traían los zapatos enlodados y era de rigor que los lustracen para lucir mejor vestidos.
Por los días de la fiesta la enseñanza escolar languidecía un poco. Las reglas de asistencia escolar no se aplicaban a todo rigor, pues tanto los maestros como los escolares estaban más preocupados por lo que sucedía en la fiesta que por los libros de texto. Cantábamos canciones con letras alusivas a las fiestas. Recuerdo una canción —en inglés— muy popular entonces, que se titulaba “Tipperary”, la cantábamos con la letra “Hoy es día de fiesta del patrón San Sebastián y por eso es necesario reir y cantar...” Me dijeron que esta parodia había sido escrita por nuestro gran poeta Pedro Angel Cebollero, quien entonces era inspector de escuelas en San Sebastián.
Para los días de fiestas los sastres y los zapateros hacían buen negocio, pues era casi de rigor para esa fecha que todo el que tuviera los medios estrenara o se vistiera de nuevo.
Había entonces muchos vendedores ambulantes en el pueblo. Desde bien temprano en la mañana empezaban a pregonar sus artículos. “Caliente pan” “Caliente”, voceaban los panaderos, mientras recorrían todas las calles del pueblo. Los quincalleros pregonaban sus cintas de todos colores y sus tejidos. Los dulceros eran los que más abundaban y los que tenían más pintorescos pregones. El maní tostao se pregonaba con una prolongación de la “o” final como si se tratara de la última nota de una canción de amor. Muchos recuerdan todavía a Chalo, con su invariable pregón de “Llora, nene, llora pa que tu papi te compre un dulce”. De esa manera Chalo vendía más dulces que ningún otro dulcero en el pueblo. El que más recuerdo yo era un muchacho de voz atiplada que retumbaba por las calles. Su pregón de “Dulce de coco amelcochao para los niños enamoraos, ni está crú ni está quemao”, era conocido por todos. Y de veras que era bueno aquel dulce de coco.
Podríamos añadir que las fiestas patronales propiciaban hasta el amor. Como las madres estaban tan ocupadas con la modista que confeccionaba sus trajes para los bailes y otros actos sociales relacionados con la fiesta, involuntariamente relajaban la estricta vigilancia materna que regía entonces. Las niñas adolescentes aprovechaban esta oportunidad para tener discretas citas con sus novios o pretendientes (palabras ya caídas en desuso), generalmente a las horas de la tarde o a horas tempranas de la noche, en algún rinconcito de la plaza de recreo.
Durante mi ausencia de sesenta y pico (un pico largo de años) de mi pueblo natal, siempre hice viajes frecuentes a la isla, pero estos nunca coincidían con la celebración de las fiestas patronales allí. Ahora se me venía a la mano la oportunidad, después de casi una generación de ausencia. ¡Cuánta ansiedad! ¡Qué placer anticipar volver a ver las cosas tan queridas que había dejado atrás! !Y cuanta decepción me esperaba! A veces el hombre no piensa ni cree que el retrato mental que lleva consigo desde el momento íntimo del desarraigo pueda cambiar tan radicalmente al momento del reencuentro.
Ya no estaban allí los vendedores ambulantes que fueron factor vital de la vida pueblerina; las picas no eran las mismas; el automóvil había desplazado al caballo; y los amigos de la infancia se habían vuelto viejos. Hasta la actitud social en la convivencia había cambiado, tanto en la juventud como en los mayores. Pero esto que sucede es un fenómeno social universal, me dije, y me recriminé por no haberlo anticipado así desde el principio.
Me encaminé a una pica, que ahora era un hipódromo en miniatura. Dándomelas de buen jugador, observé que el caballo marcado con el tres entraba primero en frecuencia. Astutamente decidí apostar a él. Tras varias vueltas del aparato, el caballo ya no volvió a ganar. Probablemente el caballo estaba cansado o la suerte estaba de lado del piquero aquella noche. Pasé un ligero balance mental de mis finanzas y vi que mi capital había mermado veinticinco dólares. Pero como buen jugador decidí volver por el desquite otra noche.
Al día siguiente asistí a la celebración del día de los pepinianos ausentes. ¡qué idea tan maravillosa de quien genialmente discurrió esta celebración! ¡Y que fiesta tan íntima, tan cordial, tan bien organizada! Ya nos dolían los brazos de estrechar a tantos amigos que no habíamos visto en tantos años. Nos faltaban tiempo y palabras para expresar nuestra inmensa alegría de estar allí y en tan hermosa ocasión. Y ya, de nuevo lejos de aquel saludable ambiente de familia, que sigue vivo en nuestro recuerdo, nos damos a pensar en cómo los humanos contraemos deudas de gratitud que probablemente no pagaremos nunca. ¡Porque los pepinianos ausentes, aunque dispersos por tantos lugares diversos, no organizamos una comisión de reciprocidad con el propósito de ofrecer un acto de merecido reconocimiento en honor a los Pepininianos Presentes que tan generosos han sido con nosotros! No olvidemos que si hoy tenemos un pueblo culto y en tantas maneras grande, al cual seguimos llamando nuestro, aunque en su ausencia, se lo debemos a los Pepinianos Presentes de tesón, de patriotismo, de abnegación y de cultura que nunca salieron de allí y han cuidado, fomentando el progreso y engrandecido a nuestro pueblo con su gran visión social, política y cultural. De esa manera saldaríamos en parte la enorme deuda moral y espiritual que tenemos contraída con ellos.