Para el ejercicio de sus labores agrícolas, las más fecundas y provechosas para el hombre, de las que surgen otras riquezas y otras labores de grandísima utilidad y de incalculables beneficios para las comunidades, no contaban nuestros predecesores, en la época a que venimos refiriéndonos, con otros instrumentos para surcar la tierra, para la tumba de montes y de más faenas del campo, que con el machete y el hacha. Muchas veces abatían las malezas con fuego.
Con la punta del machete o con la de un pedazo de palo hacían horadaciones en el terreno para enterrar semillas de tabaco, maíz, frijoles, arroz, batatas y otras diversas legumbres, a cuyo cultivo dedicaban pequeños pedazos de tierra llana, que les daban cosechas suficientes para la subsistencia.
Sus zonas de cultivo eran, generalmente, las faldas de las montañas, pues las vegas las dedicaban exclusivamente a la crianza de ganado.
Según Fray Iñigo Abad, y Lasierra, aquellos isleños consideraban una bajeza toda aplicación al trabajo, viendo en éste una labor propia de esclavos. Eran, además, muy propensos a la adquisición de fortunas rápidas.
Se dedicaban con esmero al cultivo del café, porque requería poco cuidado y tenía salida segura, pues los extranjeros lo solicitaban mucho por la excelente calidad del aromático grano, el que vendían en cáscara por no tener molinos para limpiarlo.
Cultivaban también mucha yuca, ya que de ella hacían el llamado pan de cazabe. Del cerrín de las raíces de esta plantación, cuajado al calor del fuego, hacían tortas de pan que eran de uso común y lo preferían al pan de maíz. Las regiones secas y arenosas eran utilizadas para esta clase de cultivo.
Las cosechas más abundantes eran las de maíz, frijoles y arroz. Estas sementeras tardaban dos meses en madurar sus frutos. El maíz daba una sola cosecha abundante, y el arroz tres, y a veces, hasta cuatro.
Cuando el maíz y los frijoles estaban ya en granos, sus cosecheros los vigilaban, ahuyentando las cotorras, cuervos, periquillos, y otros pájaros que en bandadas acudían a comerlo, dando gritos, sonando cañas y tocando cencerros.
Esta vigilancia la ejecutaban con admirable comodidad desde el interior de sus viviendas o bajo la sombra de un árbol, tirados en sus hamacas y fumando cigarros. Cuando advertían la llegada de las aves, sin salir de su hamaca, tiraban de una cuerda para hacer sonar los cencerros que estaban colgados de algún árbol próximo a la rala. En esto se ocupaba toda la familia del cosechero.
Cogida la cosecha de maíz, hacían yuntas o manojos con las mazorcas y las colgaban de varas tendidas de un extremo a otro del techo de la casa, tomando cada día la cantidad precisa para el consumo.
A pesar de la desidia isleña, del poco afán que demostraban por el cultivo de sus tierras, de la pésima preparación de sus ralas o sementeras, era admirable la multiplicación de sus familias, sin otra labor que la de regar la semilla sobre un suelo mal des